Qué patético, pensaba yo a veces. No se bien qué, pero lo pensaba. ¿Respecto a quien, a ella o a mi?
Recuerdo una tarde en el patio encontré un libro en el piso, escrito a mano, sentido y pesado. Quizás querría que lo encontrara, quizás nunca lo encontré, y lo que vi esa tarde fue por primera vez una puerta que alguien olvidó cerrar. Y entré, brevemente, dentro suyo. Pude observarla, explorarla y entenderla como si me escondiera detrás de sus pupilas. Me di cuenta que nunca la había visto realmente, había vivido con ella toda la vida y sin embargo, nunca había visto con claridad lo que había detrás de esa sonrisa de dientes perfectos y ojos marcados. La sentí dentro mío como nunca me animé a sentirme a mi misma.
Pequeña desesperanza. Suspiraba de manera mecánica, teniendo que recordárselo para no volver a perder el aliento. Aquel sentimiento la encontraba cada tanto y golpeaba de a punzadas precisas y asesinas en algún órgano imaginario adjunto, de seguro, a su corazón. Pero ¿dónde precisamente? Creo que ese era el problema, ni ella podía identificar donde ni qué o quien era su agresor. O en realidad, sabía exactamente qué era y donde la golpeaba, pero no lo veía. Era como estar sin estar, como un ciego que abre los ojos. No terminaba de controlar los pasajes entre su conciente y subconsciente. Un estilo de vida un tanto intermitente, como las luces de un semáforo. Su vida era una especie de fusión pasional y aburrida, secreta y abierta, intensa y superficial. Eran dos dentro suyo, o quizás más. El tema es que cada una de sus caras salía a relucir al momento de ser necesitada, algo así como un mecanismo para distribuir los pesos de sus problemas.
Esto la mantenía viva. O nunca se había animado a vivir sin ello. Nunca ser una entera, siempre fragmentos, siempre algo faltante, su vaso con una eterna pérdida, una grieta en la base. Diálogos interminables consigo misma. Una especie de favoritismo respecto al resto del mundo, sólo ella era testigo de sus proezas y potencialidades. Pero también lo era de sus soledades.
Pequeña desesperanza. Por momentos temía no estar viviendo de manera real aquella relación. "¿Por qué estar juntoss, quiero, querés, qué es esto?" Pero en la vida no hay quién para responder este tipo de preguntas. No, ella sabía muy bien que en este barco estaba sola, como todos, que dependía de ella virar el timón hacia donde sintiera correcto. Pero no se animaba a hacerlo, no a manejar su barco, sino a evidenciar sus propios sentimientos a sí misma. Entonces, sola, en medio del mar; sola porque ni en ella misma podía contar. La vi partida. Partida en todos los fragmentos que la conformaban, desordenados, dispersos alrededor suyo como quien no sabe por donde empezar a armar un rompecabezas.
En sus momentos de silencio la llegué a ver, librando intensas batallas consigo, sus ojos bailaban al son de la una guerra que sólo yo alcancé a ver, fascinada ante esta revelación a la que nadie más tenía acceso. Pude entender lo que ella ya sabía pero ignoraba. La supe entera. Encontré en sus palabras la expresión de su cuerpo y sus razones y sus palpitares, sus tristezas, sin que ella supiera siquiera lo que me estaba diciendo, a mi, casual visitante dentro de una mente agitada o incluso a sí misma en aquel diálogo unipersonal. Me sentí especial por entender lo que ella misma no llegaba a comprender. La vi más de lo que ella nunca pudo.
Patético. La vi a ella pero nunca llegué a verme a mi.
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