"Somos escultores, y vamos tallando nuestra vida con hechos. Pero
también con palabras. Una parte muy importante de lo que da forma al
destino que nos vamos tejiendo es lo que decimos... y muy especialmente lo que mantenemos en silencio.
Los antiguos romanos creían que la felicidad dependía de algunas
palabras que los dioses pronunciaban en el momento del nacimiento de una
criatura, de tal manera que el destino quedaba trazado a partir de la dicta (‘la
cosa dicha’). Nada más y nada menos que de allí viene la palabra
“dicha” como sinónimo de “felicidad”. Si extendemos aquella visión,
nuestra “dicha” también está determinada por la palabra pronunciada ya
no por los dioses, sino por nosotros mismos. Y en tiempo justo... antes de que fermente en el silencio.
Porque hay silencios piadosos, silencios que economizan lo innecesario,
silencios plenos de comunicación... Hasta hay silencios que son
sagrados. Pero necesitamos discernirlos de aquel silencio instalado como
una válvula que impide refluir frescamente la sangre hacia nuestro
corazón. Y entonces, las palabras allí estancadas (las no-dichas)
empiezan a volverse corrosivas. Nos atoran. Nos constriñen. Producen
vahos de angustia, de irritación, de impensada dureza, de
desconcertantes miedos, de penas corporales... Cuando es así, y
finalmente las decimos, el efecto es como de quien en
un fin de semana decide limpiar las alacenas y los placares, el altillo y
el galpón: el espacio libre deja claridad y orden; nos brindamos a
nosotros mismos una Belleza que estaba, -pero tapada-... y hacemos lugar
para lo nuevo que no tenía cómo acceder a nosotros (nuevos
sentimientos, nuevos puntos de vista, nuevas actitudes, y hasta nueva
gente que no se nos acercaba porque estábamos siendo una vieja versión
de nosotros mismos... una versión no-actualizada, con tanta palabra
rancia no-dicha).
Ciertamente, como somos solamente humanitos (y ratifico el diminutivo,
tan necesario a nuestra especie), muchas veces no sabemos si es mejor
hablar o callar. Pero, seamos sinceros: muchas otras sí lo sabemos,
pero elegimos callar por todos los temores que nos despierta atravesar
la puerta de las palabras. Y un miedo fundamental es a que el otro
cambie la imagen que creemos que tiene sobre nosotros mismos (con las
posibles consecuencias del caso). Sabemos que ese silencio es un candado que nos deja presos... Sabemos que
se va teniendo mal regusto a medida que los días pasan (o los meses, o
los años...). Pero callamos. A veces son palabras sencillas: “gracias”,
“te valoro tanto...”, “te pido disculpas por lo que hice”, “te extrañé”,
“me dañó lo que hiciste en aquél momento”... O bien son cosas que
necesitábamos inquirir, pero que no nos animamos a hacerlo. Así, signos
de admiración y de pregunta quedan enredados como hilos no usados en un
viejo costurero...
Otras veces lo no-dicho se trata de una sola palabra que puede uno tardar años en poder a decir. Corta. Tremenda. Eficaz si se es fiel a ella. La palabra “basta”.
Para eso con frecuencia tiene que estar el recipiente lleno de aquello
que ya no queremos, pues “bastar” significa eso: “ser suficiente, no
hacer falta más”. “No quiero más de esto en mi vida” es el preludio para todos los otros “Sí, quiero”.
Decir la palabra no-dicha, -la necesaria, la que abre puertas y
ventanas para ventilar todo lo rancio- es como nacerse. Y entonces sí,
amanece un silencio perfumado que huele a crío, a inaugural. (Nos
estamos inaugurando a nosotros mismos.)"
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