Veo un hombre viejo de pelo blanco almorzando en una plaza con su mujer. Él tiene el porte de un hombre joven, incluso lleva su mochila como tal. La mujer, de más o menos la misma edad está, sin embargo, más evidenciada dentro de los 60. Tiene un cuerpo esbelto y alargado y viste en tonos rojos y naranjas una pollera de vuelo que con un sutil esfuerzo, y a pesar de la pesadez del día que interfiere y somete todo a su paso, es sacada a bailar por una brisa. Y allí continúa la pollera que sorprende a la primavera en un alegre vaivén.
Se levanta del banco, ligera, y tira las bandejas descartables de las que hace
un momento comían el almuerzo para no demorar o gastar en la ceremonia de un
restaurant. Ahora él también se levanta y juntos disponen a explorar el día.
Dos jóvenes con traje de viejos para quienes el paso del tiempo no modificó sus
estructuras y fuegos internos. Puesto que sólo es viejo quien se deja pisar por
la vida y el entorno, condicionar o malear por deberes y costumbres. En cambio
permanece eternamente joven quien no sacrifica su ser ante nada y sigue siendo ante todo.
Una pareja, ahora jóvenes. Misma plaza. Sonríen, hablan y suavemente entran en
el beso más dulce del mundo. Disfrutando lentamente cada nuevo contacto entre
sus labios llenos de caricia, únicamente tensándose al reír por el amor que les
cosquillea el cuerpo, pero no por eso dejando de besarse. Se miran en la
maravillosa realización de la pureza que acontece en cada uno de sus encuentros.
Él pone su brazo alrededor de su espalda y ella inclina su cabeza hacia atrás
sobre él, emulando inconscientemente un beso de película. Sus narices se
tientan. Sonríen. Ella le agradece con la mirada y él disfruta el momento con
los ojos achinados de tanto besar y una sonrisa pícara. Sus cuerpos hablan por
ellos, desean entrelazarse, acercarse; qué bello amor. Qué bella la casualidad
de dos personas que tropezaron una con la otra.
Ajenos al cuadro que trazan, se levantan, toman de la mano y como dos amigos
disfrutando su compañía, se van de la plaza dejando la estela de aquel
encuentro sobre el banco ahora más vacío que nunca, estático. El resto de los
individuos en la plaza retornan sin más, las miradas a sus lecturas o a sus
pares; miradas que durante unos minutos fueron partícipes de la efervescencia
de un deseo ajeno al mundo real, que corría paralelo a él, intocado, protegido dentro
de su propio cauce. Eterno.
Aura Serafina
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